jueves, 21 de agosto de 2008

Desistí




Música recomendada para acompañar la lectura de este post.


Es innegable. Ni siquiera presté atención a lo último que dijo un sujeto gordinflón y de aspecto más bien repulsivo en su afán de aparentar ser gracioso, pero tuve que decir algo que sonara sobrio, elocuente, inteligente, supongo. Es innegable. Un tipo andrajoso, pero curiosamente bien afeitado parece percatarse que abrí la boca sólo como un acto reflejo y me pregunta por qué lo digo. Que bochorno, pensaría, pero me da igual lo que pueda pensar este tipo andrajoso, pero curiosamente bien afeitado. Le respondo con una mirada severa y abandono mi usurpado lugar frente al escaparate de la venida a menos tienda de electrodomésticos. Si no mal recuerdo, se supone que estamos a 16 grados, o al menos eso mintieron por la televisión. No es que no les crea a los meteorólogos, es sólo que no confío en nadie, desistí.

Gente sin chompa ni jersey, chicas sin abrigo, muchachos en polos de manga corta. Tengo una casaca de cuero probablemente de mi edad, y eso es decir bastante, bajo ella una camisa de franela y una camiseta. Me congelo. Oí decir en la televisión que cuando el cuerpo envejece uno puede experimentar una sensación de frío cada vez mayor. Preferiría no hacer caso, pero supongo que tendrán razón. Quizá no sea eso. Mis manos se encogen en los bolsillos de mi casaca de cuero probablemente de mi edad, trato de meterlas más adentro, como si aun les quedara más espacio. Camino casi mirando mis propios pasos, de momento en momento intento rejuvenecerme echándole una mirada a alguna jovencita de insensibilizada dermis, que ajena a los 16 grados de temperatura, desfila por la calle con ropas de verano. Me ataca un sentido de vergüenza de mi mismo. Los lobos jóvenes se comen a las gacelas más tiernas, los viejos nos conformamos con pellejos y carne de carroña. La idea me desconcentra, me resulta grotesco aquel cuadro salvaje y natural de mi propia metáfora. Al menos tiene un efecto disuasivo. Sigo mirando mis pasos, continúo. Llego a una esquina, no hay semáforo, pero si muchos autos. Que curioso, todos, casi, son del mismo modelo, marca y color. Esta ciudad parece invadida por ellos. Que amistosos deben ser sus conductores. Todos asoman su cabeza a través de su ventana y me hablan elevando una mano. Prefiero ignorarlos. Hoy quiero caminar, de nuevo. Me entrometo entre los autos y desaparece su “amistad” aunque sus manos siguen elevadas, pero se mueven con mayor vehemencia. Los ignoro, no los oigo, pero sé lo que están diciendo, prefiero seguir ignorándolos. No es que no me importe lo que puedan decirme, es sólo que no me interesa en lo absoluto, desistí.

Por fin aterrizo en la banca más alejada de un cuasi abandonado parque. Oculto tras el follaje de un arbusto o maleza, no soy un botánico, desconozco la diferencia más obvia, trato de ocultarme, de mimetizarme con el follaje del arbusto o maleza. Me acomodo. Dejo que mi humanidad se desparrame a su antojo en esa banca tan alejada, nunca tanto. Me dispongo a contemplar a los peatones de turno, en silencio y en total anonimato. Es casi como ser un voyeur de la cotidianidad. No pasa ni medio minuto y tengo delante de mi improvisado observatorio una joven pareja. Ignoro si son enamorados, novios, simples amigos que acaban de descubrir que la efervescencia de sus hormonas es correspondida, infieles que aprovechan la lejura de este parque para desfogar los deseos que les reprimen aquellos a quienes debieran ser fieles, un par de desconocidos que atrapados en un momento de locura se han presentado a través de un beso digno de las prácticas de un otorrino. De lo que si podría estar seguro es de que por ningún motivo están casados. De ninguna manera si aun guardan esa pasión que no se cohíbe fácilmente. Quién sabe. Yo no. He contado el paso de 6 vehículos y ellos, jóvenes, aun no se separan. Sonrío pensando que es hasta gracioso, es cosa de series televisivas o películas endulzadas, no de realidad. De nuevo me equivoqué, parece. Al pasar el noveno auto, y tras un bocinazo impertinente les veo irse de la mano hacia el bullicio cosmopolita del que me vengo alejando. Enamorados, novios, amigos, infieles, desconocidos que se han encontrado. Esto último parecería lo más bonito. Puedo intuir que no ha sido así. Continúo sentado como un improvisado vigía. Se acerca dando tumbos un ser caído en la negación de su propia miseria. Puede que haya salido de alguno de esos huecos que abundan por esta zona. Como una alimaña humana abandona aquellos agujeros al caerle la noche, y se desplaza torpemente entre las callejuelas más solitarias en pos de hallar algo barato o gratis que le sirva para llenar su estómago. Veo sin preocuparme, que se acerca cada vez más a mi improvisado puesto de vigía. Cuando al fin lo tengo cara con cara me entra el abatimiento de ver que es apenas un mocoso. No tendrá quizá, más de 16 años, al menos eso parece traslucir de su prematuramente demacrado rostro. Me conmueve más recordar que oí alguna vez en la televisión que el ingerir alcohol causaba un efecto de envejecimiento más acelerado. Me pide una propina casi en imperativo. Miro hacia otra dirección. Insiste. Insisto. Cuando su solicitud incluye una grosería me levanto dejándole ver que pese a mis años le saco en ventaja casi dos cabezas de alto. Mal plan. El alcohol le ha quitado el sentido común, no se amedrenta, au contraire. Lo tomo por el brazo derecho, flaco, lleno de moretones y una que otra cicatriz. Empujo sin mucha fuerza su tambaleantemente lastimera figura al son de un ¡Fuera carajo! Se aleja. No se si fue el empujón, el grito, miedo quizá. Tal vez un hambre apremiante y poco tiempo que perder con un viejo sentado en la banca más alejada de un cuasi abandonado parque. No es que me guste alejarme de la gente, es sólo que no me agrada estar rodeado de ella, desistí.

Intento ver la hora en este reloj. Mala compra. Desde el primer día no funcionaba bien. Por qué no lo cambie. La tienda estaba repleta de gente. Pase 6 días delante de ella. Siempre llena de gente. Eso me desanimaba de entrar. Conserve el reloj aunque no se conservase bien. Lo golpeo con el dedo, pero no hay manera. Veo pasar presuroso al que quizá sea el último peatón extranjero de este cuasi abandonado parque y en derredor. No luce como uno de los tantos que pululan el sobrecrecido follaje de sus arbustos o malezas. Lleva un reloj. No le pregunto la hora. Ya no lo considero necesario. Verlo alejarse con prisa de estos lares me basta para comprender que a veces alejarse del bullicio y de la masa humana que se agolpa en la cuidad, puede tener un precio mayor a unos billetes, una casaca de cuero probablemente de mi edad y un reloj que no funciona bien. Me levanto y comienzo el retorno. Me llama la atención como la noche asociada desde siempre con el miedo, la inseguridad, la oscuridad y lo malo, hoy iluminada con artificios, pueda ser asaltada por tanta gente de rostros sonrientes, ajenos a toda esa oscuridad en la que se deslizan en rebaño. Prefiero no verlos. Camino mirando mis pasos. Es extraño. Hay más ruido que en el día. Más autos. Más. Gente. Más. Me invade una sensación de desconcierto. Envidia quizá. Puede ser. Empiezo a enojarme. Con ellos y conmigo, contigo sólo en parte. Pasan pretendiendo ser felices a mi lado. Miro con mayor atención mis pasos. Profesan amor, se ríen, van cantando. Me concentro en oír el ruido de mis zapatos cayendo sobre el suelo. Se hacen más reales. Me vuelvo entonces una suerte de sueño. Camino entre ellos, los veo, los oigo, los siento. Ellos a mi no. Oí alguna vez en la televisión que la mente humana para protegerse puede lograr que uno vea sólo lo que quiere. En mi no habría algo que ellos quisieran ver. Quisiera que ellos no estén y es como si yo no estuviera para ellos. Mejor. Mirando mis pasos, oyéndolos, llego hasta esta puerta. Tanteo en los bolsillos de mi pantalón en busca de la llave. Rechina la puerta. Un golpe seco. Me acerco al comedor. Aun siento frío. Bebo un café caliente, agua de termo, a mi no me esperan con un café caliente. Simplemente no me esperan. Con la taza entibiando mis manos me deposito frente al televisor de la sala. Lo enciendo. Detesto la televisión. Pero es la única compañía que puedo tolerar. Control remoto en mano salto de canal en canal, una y otra vez. No veo nada. Nada me interesa ver. Es sólo por hacer algo estando aquí. Un canal del cable. Sabía usted que según una encuesta de la Universidad de Michigan el 70% de las personas no está satisfecha con su vida…No necesitaba a la televisión para saber eso. Me siento importante. Me siento el 70% del mundo. Cambio el canal. Se acaba el café, continúa el frío. No quiero más compañía por esta noche. El televisor se apaga y las luces lo imitan. Subo las escaleras y reparo en sus rechinidos. Eso le da un toque sofisticado, supongo. Las casas antiguas y valiosas rechinan por doquier al andar en sus pisos, rellanos y escaleras. También lo hacen las casas abandonadas, mustias y ruinosas. Regreso a mi realidad de bruces, mi casa no es antigua ni valiosa. Mi alma también rechina. Soy viejo, no antiguo. Mi corazón debe ser muy antiguo y muy valioso. Rechina más que nadie. Lo sé…lo sé. Me acuesto sin taparme aunque sienta tanto frío y me quedo mirando el techo de mi cuarto, como si fuera el cielo plagado de constelaciones. Miro de reojo tu almohada, se me escapa una sonrisa. Oí decir alguna vez en la televisión que el extrañar demasiado a alguien o a algo hace que a veces sintamos que ese alguien o ese algo aun sigue aquí con nosotros. Yo que casi puedo verte. Cuánto será. Mucho, supongo. Vuelvo a mirar las constelaciones invisibles del techo de mi habitación. En cuál estarás tú ahora. Golpean llamando a la puerta. No es que no me guste vivir, es sólo que ya no le encuentro sentido a seguirlo haciendo. Desistí.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Primer Intento



Música recomendada para acompañar la lectura de este post.


Acabo de ver la hora en mi viejo reloj por quinta vez en menos de 3 minutos. Tic…tac…tic…tac…insisten sus diminutos engranajes sin que pueda detenerlos. Soy consiente de que ha pasado apenas el cuarto minuto, y ya siento la necesidad de mirar mi viejo reloj nuevamente, casi rogándole que me desmienta. Es patético verme en esta situación, ansioso, nervioso.

Tic…tac…tic…tac…ya no quiero mirar mi viejo reloj por sétima vez, se que han pasado por fin aquellos 5 minutos que estaba esperando. Me levanto despacio, dejo tras de mi un sofá polvoroso y sus cojines raídos aun señalados y hundidos en donde hasta hace un momento anclé mi deplorable humanidad. Tan sólo 5 pasos y comienzo a arrepentirme, me demoro dando el sexto paso y fijo de nuevo la vista en mi viejo reloj. Me siento lento, levantarse y dar tres pasos, y ya ha pasado más de un minuto. Es patético verme en esta situación, temeroso, dudoso.

Un paso, un paso, un paso, un paso, un paso…dejé de contar mis pasos al dar el décimo tercero; no soy supersticioso, oí una vez que el serlo traía mala suerte y ciertamente no necesito más de ella. Llego por fin a la cocina., atravesando el corredor desordenado, atravesando el recibidor vacío, atravesando la sala oscurecida donde dejé un sofá polvoroso y sus cojines raídos pero ya no señalados. Me acerco a la triste mesa de madera sin barnizar en tantos años, que juega a ser el mostrador de todas las cosas que he de llevarme a la boca a lo largo del día si es que pretendo seguir viviendo. Levanto mi mano de la forma más torpe que un ser que pretende ser humano puede hacerlo. Tomo un vaso con agua, no está fría, no está caliente, ni siquiera está hervida, la verdad es que no estoy seguro, no lo recuerdo. Últimamente no recuerdo muchas cosas, pero algunas parecieran no querer que las olvide. Logro alzar mi mano empuñando el vaso con agua ni fría ni caliente e inciertamente hervida, doy un sorbo, otro más, me detengo y respiro, vuelvo a sorber. Es patético verme en esta situación, lastimoso, luctuoso.

Doy media vuelta con los labios todavía húmedos. La sensación de sofoco que se expandía sin hallar barreras por todo mi pecho ha menguado, el agua ni fría ni caliente e inciertamente hervida ha servido de momento para apaciguarme. Un paso, un paso, un paso, un paso, un paso…ya no cuento mis pasos, en realidad olvidé hacerlo y no me gusta inventarme cifras. Continúo esta marcha de regreso atravesando el corredor desordenado, atravesando el recibidor vacío, atravesando la sala oscurecida donde dejé un sofá polvoroso y sus cojines raídos pero ya no señalados. Miro mi viejo reloj y me siento más viejo que él. Tardé casi 8 minutos en mi travesía, tarde casi 8 minutos recorriendo los minúsculos 15 metros que se tienden entre mi sofá polvoroso de cojines raídos y prontamente señalados en donde en un momento anclaré mi deplorable humanidad y la triste mesa de madera sin barnizar en tantos años, que juega a ser el mostrador de todas las cosas que he de llevarme a la boca a lo largo del día si es que pretendo seguir viviendo. Vuelvo a anclarme en los raídos cojines del polvoroso sofá. Tic…tac…tic…tac…como si fuera un viejo reloj de pared puedo oír los diminutos engranajes de mi viejo reloj haciendo eco por doquier. El silencio tras aquel martilleo mecánico y minúsculo es abrumador. No se la razón pero me alegro, por decirlo de algún modo, de haber comprado un viejo reloj y no uno de esos modernos. Recuerdo que me cuesta recordar ciertas cosas, y recuerdo la razón. Tic…tac…tic…tac…continúa su sinfonía y continúo yo anclado a los raídos cojines del polvoroso sofá. Cierro mis ojos y el viejo reloj y sus diminutos engranajes parecen haberse apoderado del silencio abrumador. Es patético verme en esta situación, silencioso, penoso.

Empiezo a sentirme sofocado de nuevo y mi pecho vuelve a encenderse como esos cigarrillos que ya no me acompañan. Me planteo el repetir mi expedición a la triste mesa de madera sin barnizar en tantos años, que juega a ser el mostrador de todas las cosas que he de llevarme a la boca a lo largo del día si es que pretendo seguir viviendo. Desisto antes de terminar siquiera de decir esa frase. Intento calmarme como ya antes he intentado. 1…2…3…4…5…6…contar hasta 10 nunca me ha calmado, pero nunca he dejado de intentarlo…7…8…9…10…y podría seguir de largo hasta llegar a los seis millones, setecientos cuarenta y cinco mil novecientos ochenta y tres, y aun así no estaría calmado. Pensar, mejor dicho, divagar sobre ello si que me calma, aparta de mi cabeza las cosas que parecieran no querer que las olvide. Tic…tac…tic…tac…y el silencio. Ya no recuerdo la última vez que el silencio era mas bien extraño, ya no recuerdo cuando el silencio era buscado, ya no recuerdo cuando el silencio era lo único que quería, eso pensaba. Hoy sólo tengo silencio, y un polvoroso sofá, unos cojines raídos, una mesa de madera sin barnizar en tantos años y un viejo reloj y su tic…tac…tic…tac…Distraído vuelvo la cabeza hacía el rincón más desolado de la oscurecida sala. Otro polvoroso sofá de raídos cojines, pero más grande, no es para mi, yo tengo mi polvoroso sofá de raídos cojines para mi solo. Ese polvoroso sofá de raídos cojines bien podría ser para dos, hasta tres si uno fuera pequeño. Insisto, no es para mi, ya no. Siento como se extravía el sofoco que se expandía sin hallar barreras por todo mi pecho. Ahora se siente pesado, y paradójicamente vacío. Aquel grande y polvoroso sofá de raídos cojines del rincón más desolado de la oscurecida sala atrapa mi mirada como un imán. Cierro los ojos y aun lo veo, los abro para enfrentármele y salgo perdiendo. La extraña cadencia que emana de él me repele, pero no puedo dejar de mirarlo. Tic…tac…tic…tac…Casi había olvidado mi viejo reloj y sus diminutos engranajes, que parecieran ahora gritar desde ese grande y polvoroso sofá de raídos cojines del rincón más desolado de la oscurecida sala. Me hundo, me anclo mucho más en mi propio polvoroso sofá de raídos cojines para uno. Intento perderme en él, como si quisiera pasar inadvertido. Pero no hay nadie ante quien pasar inadvertido, reparo en ello y me doy cuenta que no tiene caso, sentido ni razón. Vuelvo a reparar en lo último y digo en voz alta, como quisiera que tuviera caso, sentido y razón. Nadie responde, era de esperarse, sólo me contesta un tic…tac…tic…tac…y a lo lejos me observa un grande y polvoroso sofá de raídos cojines del rincón más desolado de la oscurecida sala. He oído mucho a mi viejo reloj, pero casi no lo he vuelto a mirar. El tiempo pareciera jugar conmigo. Ha pasado más de un hora en lo que pensé que eran sólo unos cuantos minutos. La creciente negrura del ambiente da la razón a mi viejo reloj. Ahora las paredes dejaron de ser blancas y son negras, y el rincón más desolado de la oscura sala ha ocultado por completo al grande y polvoroso sofá de raídos cojines. Veo tras la única ventana de vidrios opacos, encenderse de a pocos las primeras luces de la calle, luces que no se atreven a entrar en la oscurecida sala y menos acercarse al rincón más desolado. Es patético verme en esta situación, tembloroso, sigiloso.

Para el mundo es temprano aun, muchos recién se aprestan a salir de sus rutinas o a continuar con ellas. Otros retornan a casa a continuar con su día, noche. No es mi caso, mi caso ha de ser la excepción a toda regla. El crepúsculo me dice al oído que duerma, y así acabe de una vez con otro día. Mientras más pronto abandone la realidad y la lucidez, más pronto despertaré para esperar que acabe de una vez otro día. Que distinto solía ser ¿Verdad? Nadie responde, fue mi error decir esto en voz alta. Ni siquiera tengo las fuerzas que dan las ganas, de subir a mi habitación y desplomarme en aquel colchón mal tendido que funge como mi cama. Me acomodo tanto como me lo permite mi deplorable humanidad, anclándome en los raídos cojines de mi polvoroso sofá para uno. Palpo a oscuras por el piso algún mantón, manta o trapo cualquiera para abrigarme. Encuentro algo y sin saber qué es, ni importándome, me lo calzo al cuello y escondo las manos y brazos bajo él. Nunca supe con certeza si la oscuridad ayudaba a ahondar el silencio, siempre quise saber eso. Mentira, jamás pensé en eso antes, antes no tenía tanto silencio disponible para construir hipótesis y teorías. Quisiera saber la hora, miro mi viejo reloj ignorando sus diminutos engranajes que martillean con su tic…tac…tic…tac…lo callado de la oscurecida sala. Se que no puedo ver nada, pero pretendo ver la hora, sonrío con falsa complacencia, como si hubiera visto algo, como si actuara para alguien que me observa desde el rincón más desolado de la oscurecida sala. Guardo mi brazo bajo el mantón, manta o trapo que tengo calzado al cuello. Cierro los ojos y me dejo acunar por los tic’s y los tac’s de mi viejo reloj. Pero no consigo dormir, me duele tener los ojos cerrados, pero los abro y sólo veo negrura. Decido tener un ojo abierto y otro cerrado, que idea tan ridícula, vuelvo a cerrarlos. Los abro de nuevo ¿Por qué no consigo dormir? Es muy temprano aún, acaba de oscurecer. No, esa no es una buena respuesta. No has comido nada en todo el día, sólo has tomado aquella agua ni fría ni caliente e inciertamente hervida, come algo y conciliarás el sueño. Peor, no tengo sueño y mucho menos tengo hambre, al contrario, si no fuera por el vacío que se hace común en mi antes sofocado pecho y mi estómago, pensaría incluso que tengo nauseas. Camina un poco, así te cansarías y dormirías rápidamente. No es por falta de cansancio, estoy cansado de todo, de caminar, de sentarme, de tener que hacer las labores de la casa, de no tener nada que hacer, de tener que comer, de no tener qué comer, de leer, de no ver, de escuchar, del silencio, de tantos tic’s y tac’s, de la mesa de madera sin barnizar en tantos años, de la oscuridad de la sala, de mi polvoroso sofá y sus miserables cojines raídos, del desolado rincón, del grande y polvoroso sofá y sus miserables cojines raídos para dos y hasta tres si uno solía ser pequeño, de esperar un nuevo día sólo para hacerlo terminar lo más pronto posible y que comience el siguiente para hacer lo mismo, de tener que cansarme para dormir estando ya tan cansado…tic…tac…tic…tac…Vuelvo a quedar en silencio, divagar me ayudar calmarme, aparta de mi cabeza las cosas que parecieran no querer que las olvide. Vuelvo a mentir. Me rodeo con mis brazos bajo el mantón, manta o trapo que tengo calzado al cuello, me aprieto lo más fuerte que puedo y me encojo para sentir un poco de calor. Necesitaba uno de esos, no recuerdo siquiera como les dicen. Los llamabas de un modo distinto, sólo recuerdo que rimaba con azabache. Que tonto me suena y que tanto lo necesito. Finalmente no lo puedo soportar más, el sofoco que se expande sin hallar barreras por todo mi pecho reaparece sin desplazar al vacío. Al contrario parecen unirse y dar forma a una sensación muy extraña, desagradable, molesta. Sin soltarme ni disminuir la fuerza con la que me aprieto, me levanto sin pensarlo, sin darme cuenta quizá. Y con la poca fuerza que me dan no las ganas, si la necesidad y esta sensación en el pecho, doy un paso, un paso, un paso, un paso, un paso y me dejo caer de golpe. El polvo se levanta y se deja ver al entrar en contacto con la poca luz que se ha animado a entrar en un haz a través de vidrios opacos de la única ventana de la oscurecida sala. Cierro con más fuerza los ojos, casi pareciera que es por miedo. Lo es. Cierro y aprieto no mis brazos, sino mis ojos. Me suelto y abrazo estos cojines raídos de un grande y polvoroso sofá para dos y hasta tres si uno pudiera ser pequeño. Desearía que fuera más verdadero el miedo que la ausencia. Desearía que esto de mi rostro fuera de ese miedo el sudor. Desearía no haber deseado tanto el silencio. No sabes. No podrías ya saber como quisiera que fueras de nuevo tu la que rompiera ese silencio. Que fueras tú, que fuera él, y fuera yo en este grande y brillante sofá de cojines tiernamente remendados. Otra noche que acaba de empezar igual que hace 10 años. Es patético verme de nuevo en esta situación, doloroso, lloroso.